En la última entrega de este reportaje sobre Turquía voy a hablar del motivo principal por el que fui a dicho país: turismo.
Turquía es uno de los países del Mediterráneo con mayor patrimonio cultural, con ruinas griegas y romanas repartidas por toda su geografía y en un considerable buen estado de conservación. Como legado del antiguo Imperio Otomano, los turcos conservan una serie de tradiciones que hacen del país una rica muestra de multiculturalidad, convivencia entre culturas y cercanía al mundo árabe, con una mentalidad abierta y moderna.
En Estambul se recomienda visitar la mezquita Azul y la de Santa Sofía (que actualmente expone una serie de frescos cristianos en contraste con la influencia musulmana del interior). Al atardecer se puede ver una estampa inolvidable: el ocaso del sol mientras el muyaidín llama a la oración desde el minarete de la mezquita (creando una atmósfera indescriptible). Además, monumentos como la Torre Gálata (desde la cuál se puede disfrutar de una panorámica de 360º de toda la ciudad), los Palacios de Dolmahbache y Tokcapi (con visitas opcionales a la zona del Harén, donde los sultanes intimaban con las concubinas) y una visita a la Cisterna (depósito de agua subterráneo bajo las calles de la ciudad con un ambiente tenue repleto de columnas, con especial atención a la de la medusa, personaje mitológico grecoromano) se hacen imprescindibles.
Cruzando el estrecho del Bósforo, ya en la parte asiática del país, empieza un recorrido por Anatolia Central, ruina tras ruina, donde se pueden notar los contrastes entre el anfiteatro de Aspendos (célebre por la representación de obras y conciertos de tenores en la actualidad), el caballo de Troya (situado en la ciudad que le da nombre, entre las ruinas de 9 ciudades distintas de diferentes épocas), la costa Mediterránea de Antalya (un estilo a la costa croata, donde una excursión en barco hará las delicias de los aficionados al mar) o las montañas de cal y aguas termales de Pamukkale (Castillo de algodón).
También inolvidables los paisajes de la región de la Capadocia, donde las formaciones calcáreas en forma de chimeneas (utilizadas hasta los años 50 como viviendas subterráneas desde la época de las cuevas trogloditas) crean una armonía única, especialmente si se contemplan desde un viaje en globo aerostático (150€) en el que juegan con las formaciones de piedra arrimándose hasta casi poder tocarlas y, en unos segundos, subir hasta los 1700 metros de altitud para contemplar los valles a vista de pájaro. Al descender entregan un diploma acreditativo y una copa de champán (y previamente al vuelo un desayuno mini para abrir boca y ver el amanecer mientras hinchan los globos). Y si tenéis suerte como yo, podréis hacer el recorrido de una hora en el globo de aire caliente mayor del mundo según Guiness, siendo pilotado por el piloto más joven.
Y tengo que destacar lo supersticiosos que son los turcos, cosa que he podido comprobar en mi recorrido. En una ocasión hice una compra en un puesto en un pequeño pueblecito turístico a las 8 de la mañana y al pagar, el hombre se frotó las barbas con las monedas y las arrojó al suelo en una especie de ritual que, según me explicaron después, significa que esa era la primera compra del día y lo hacían para que el resto de las que tuvieran lugar fueran tan fructíferas como esa. Además, todo aquel que vaya a Turquía vendrá con el ojo azul (una especie de Talismán que preside junto a la foto de su fundador cualquier lugar para evitar el mal de ojo), cuanto menos un detalle curioso.
Son tantas las cosas que se pueden hacer en este país que necesitaría meses para resumir un viaje de 15 días, pero el mejor consejo que puedo dar a cualquier lector es que pierda el miedo a lo desconocido y se atreva a conocer su cultura. Sin duda un destino al que espero volver muy pronto.
En una última cuarta entrega os mostraré documentos audiovisuales que grabé en todo el país para bocabit.com, y que actualmente estoy subiendo a youtube. Espero que con ellos os sea más fácil haceros una idea del mestizaje y patrimonio cultural turco.